Nos llena de gran pesar la noticia de la muerte de Ray Harryhausen, uno de los últimos magos de los efectos especiales y padre del stop-motion, ayer 7 de mayo en Londres, a la edad de 92 años. Detrás deja todo un legado de joyas del cine de fantasía y ciencia ficción, de cuentos infantiles y de hadas, de cíclopes, monstruos prehistóricos y del espacio, e infinidad de esqueletos.
Ray Harryhausen nació en Los Ángeles en 1920, y a los doce años, viendo esa obra maestra que es King Kong, se enamoró de los dinosaurios y del stop-motion. Comenzó a leer revistas que informaban de la técnica, y en el garaje de su casa se dedicó a realizar experimentaciones. A partir de ahí, y siempre con el apoyo, tanto moral como manual, de sus padres, rodó una serie de películas excepcionales. Si pudiéramos considerar a Willis O’Brien, creador de King Kong, el abuelo del stop-motion, Ray sería su padre, como ya se ha dicho.
Realizó una serie de cortos adaptando cuentos y fábulas infantiles, y al fin logró su sueño al trabajar con su maestro inspirador en El gran gorila. A partir de ahí, Harryhausen se vinculó al cine de ciencia ficción característico de los años cincuenta, engalanando y prestigiando producciones que, sin él, hubieran sido mucho menos. Sin embargo, entre esas películas de los cincuenta (mejores o peores, pero siempre entrañables) ya brindó una de sus señas de identidad con la hermosa Twenty Million Miles To Earth, un homenaje nada disimulado a King Kong que acaba adquiriendo entidad propia con la creación de una maravillosa criatura, llena de personalidad, llamada Ymir. Y después vendría Simbad y la princesa, toda una joya del cine sobre mitología oriental, y que formaría uno de los ciclos característicos del maestro.
En efecto, su debilidad por las Mil y Una Noches se vería plasmada en un tríptico protagonizado por el mítico marino, y que se completaría con El viaje fantástico de Simbad y Simbad y el ojo del tigre. La mitología también le influiría en su vertiente griega, y así también dio lugar a un espléndido díptico helénico conformado por Jasón y los argonautas y Furia de titanes. Hablábamos de su amor por los dinosaurios, que también se vio reflejado en El monstruo de tiempos remotos, Hace un millón de años y El valle de Gwangi, uno de los viejos proyectos de su maestro O’Brien. Y no olvidemos tampoco su ciclo de adaptaciones literarias, con La gran sorpresa (a partir de Los primeros hombres en la Luna de Wells), La isla misteriosa (según Verne) y Los viajes de Gulliver (basada en la sátira de Swift).
Junto a ello, tuvo muchas, muchas otras ideas que, por desgracia, no pudieron ver la luz, por cerrazón de los productores, por falta de liquidez económica o por imponderables de las corrientes de moda en el cine. Nuevas aventuras de Simbad, adaptaciones de Tolkien, Karel Capek o Robert E. Howard, quedaron en un letargo del que ya no saldrán. Con la desaparición de Ray Harryhausen desaparece también una forma de entender el cine anegada de magia, fantasía y diversión. El autor de La Tierra contra los platillos volantes otorgó fisicidad a los sueños, dio vida a lo que no vivía, llenó las pantallas de una forma de ilusión que hoy día está olvidada. Descansa en paz, maestro.
Carlos Díaz Maroto