Por Carlos Díaz Maroto
La novela
Robert Louis Stevenson (1850-1894) fue un escritor escocés hoy célebre por sus novelas de aventuras como La isla del tesoro (Treasure Island, 1883) o El señor de Ballantrae (The Master of Ballantrae, 1889), por citar solo un par de ellas. Sin embargo, también fue un nombre importante dentro de la literatura de terror. Destacan, dentro de esa modalidad, relatos como “El ladrón de cadáveres” (“The Body Snatcher”, 1881) o el relato de vampiros “Olalla” (“Olalla”, 1885). Por supuesto, fue también el brillante autor de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde). Ahora bien, en este caso, ¿se trata de una novela de terror, de ciencia ficción o de una fábula moral? La obra, escrita en 1885 y publicada el 5 de enero de 1886 por Longmans, Green & Co., apareció en una época histórica crucial: poco después, en 1888, los crímenes de Jack el Destripador convulsionaron Londres, dejando patente la doble moral victoriana que ilustra la novela, para la que el sexo era un tema a evitar, mientras a escondidas los caballeros visitaban los prostíbulos o frecuentaban a las rameras callejeras.
Es conocido el hecho de que la señora Stevenson fue despertada por los gritos que lanzaba su marido durante una pesadilla, germen este de la futura obra. Después, para desarrollar la historia, el autor se inspiró en el caso real de Louis Vivet, que sufría un trastorno de identidad disociativo, o lo que en tiempos se denominaba “personalidad múltiple”. Nacido en 1863, la madre de Vivet era una prostituta que lo maltrataba, y a los ocho años comenzó a delinquir, siendo internado en un correccional. Más adelante se le diagnosticarían diez personalidades distintas, aunque según estudios recientes se trataría solamente de dos, y las otras las desarrollaría durante el tratamiento mediante hipnosis.
Mientras estaba enfermo Stevenson escribió el libro, que su esposa revisó: indicó que, si se trataba de una alegoría, él la había redactado a modo de historia. Así pues, quemó el original y lo volvió a reescribir, en un lapso que se especula entre tres y seis días; algunos estudiosos contemplan si lo hizo bajo el influjo de alguna droga, por ejemplo cocaína o claviceps, que es un tipo de hongo. Después, efectuó revisiones que duraron entre cuatro y seis semanas.
Entre sus muchas interpretaciones, la obra podría verse como una variación del mito licantrópico, pues en ambos casos se trataría de una persona que, bajo determinado influjo, se transmuta, deshaciéndose de su parte civilizada y destapando el componente salvaje, animal, que todos tenemos. En el mito del hombre lobo, el suceso se produce por medio de efectos sobrenaturales, mientras que aquí es debido a la ciencia, a una droga en concreto, de ahí que el libro se haya visto como un precedente de la literatura de ciencia ficción. La influencia ya citada más arriba, la de Louis Vivet, vendría a aportar también el punto de vista de la psicopatología, por medio del tema de la “doble personalidad”. El fenómeno fue descrito por vez primera en 1646 por Paracelso, pero fue en el siglo XIX cuando los estudiosos reportaron al menos un centenar de casos. La enfermedad adquirió notoria popularidad con la publicación en 1957 del libro Las tres caras de Eva (The Three Faces of Eve), de Corbett H. Thigpen y Hervey M. Cleckley, donde se narraba el caso de Chris Costner Sizemore. Ese mismo año hubo una excelente adaptación cinematográfica, protagonizada por Joanne Woodward. En 1993 se descartó la denominación de “personalidad múltiple” para la enfermedad, y al año siguiente se instauró la de “trastorno de identidad disociativo”, que es el que actualmente rige, aunque aún hoy en día muchos estudiosos se muestran escépticos sobre su existencia, arguyendo que las personalidades fueran inducidas por el psicoterapeuta[1].
En todo caso, no conviene olvidar que se trata de una alegoría moral, así como social. Vendría a ser la visión contraria al mito del “buen salvaje” que instauró Jean Jacques Rousseau en su Emilio, o De la educación (Émile, ou De l’éducation, 1762); aquí, por el contrario, el barniz de civilización que el ser humano posee oculta la naturaleza salvaje y egoísta que rige nuestro estado primigenio. En el aspecto social, Stevenson lanza una mirada a la moral burguesa del momento, la época victoriana, que comprende entre 1837 y 1901 –que es lo que duró la regencia de la reina Victoria–, donde presidía la regla de la etiqueta; la mujer era vista como un ideal de feminidad, que incluso prevalecía en la clase media, y su único objetivo se suponía que había de ser el matrimonio y, por ende, la consecución de descendencia. La mujer era considerada inferior en todos los aspectos, salvo en la moralidad, y esto último era debido a que se consideraba que estas carecían de deseo sexual. El hombre, por el contrario, sí sentía apetito sexual, y en ocasiones el matrimonio no lo satisfacía; era entonces cuando acudía al mercado de la prostitución. A mitad del siglo XIX algunos estudiosos creen que en Londres había cerca de cincuenta mil prostitutas; otros aumentan la cifra hasta ochenta mil. En ese entorno, la hipocresía de la alta sociedad representaba las reglas que imperaban en aquel entonces; Mr. Hyde vendría a personificar la liberación de esa doble moral; Jekyll incorporaría el burgués falsario, y Hyde la emancipación de las represiones auto-impuestas por la castidad.
Adaptaciones fílmicas esenciales
Salvo error o desconocimiento, la primera versión para cines que tenemos de la novela de Stevenson es la homónima de 1908 en Estados Unidos y adjudicada como director a Otis Turner, con, se supone, Hobart Bosworth en el doble papel. En la actualidad esta versión se halla desaparecida, y ni siquiera sobreviven fotos de esta breve producción de la que circula muy escasa información, hasta el punto que su ficha técnica sea dudosa, si bien se supone que está basada en la obra teatral de 1887, escrita por Thomas Russell Sullivan, y protagonizada por el famoso Richard Mansfield.
Durante la etapa del cine mudo aparecieron otras adaptaciones, y en 1920 llegó la primera aportación en apariencia esencial, la germana Horror, o el extraño caso del doctor Jekyll (Der Januskopf), obra de Friedrich Wilhelm Murnau, con Conrad Veidt en el cometido principal y Bela Lugosi en un rol secundario de mayordomo; sin embargo, por desgracia el film se da también por perdido. Al igual que efectuó con Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, 1922), Murnau hizo cambiar los nombres de los personajes, presumiblemente para no pagar derechos de autor. Aquí, Jekyll y Hyde se transmutan en Dr. Warren y Mr. O’Connor, respectivamente. En la versión española estrenada en su día, por lo que parece a juzgar por el título, los rótulos restituyeron los apelativos originales.
También ese mismo año se realiza otra versión en Estados Unidos, El hombre y la bestia (Dr. Jekyll and Mr. Hyde), de John Stuart Robertson, en esta ocasión con John Barrymore en el rol primordial. En aquel entonces, el actor era un galán, y como tal fue retratado en el personaje del galeno; para potenciar el contraste, cuando se convierte en Hyde se trata de un ser deforme, de cabeza picuda, cabellos greñudos, dedos interminables y largas uñas corroídas. Adaptación, sin acreditar, de la obra teatral de Sullivan, el doctor Jekyll es presentado como un hombre atractivo, sí, pero también como un cínico que se halla situado en lo más alto de la escala social de la época, y que aplaca su conciencia con la labor que desempeña ocasionalmente con los pacientes pobres.
El señor Carew, padre de la muchacha a la cual Jekyll está cortejando, le plantea que en el ser humano se alberga tanto el Bien como el Mal, y decide hacerle conocer la tentación («La única forma de vencerla es cayendo en ella», refiere el hombre, parafraseando a Oscar Wilde[2]), llevándole a un local de baja estofa, donde conocerá a la señorita Gina, una bailarina que despertará los apetitos más bajos del doctor. La liberación de Mr. Hyde, por tanto, no derivaría tanto de la droga como de la lujuria que se despierta en el doctor al conocer algo que hasta entonces tenía vedado, social y moralmente. Con facilidad sucumbe, pues, a la tentación de convertirse, literalmente, en “otro”, aunque sea él mismo, con el fin de no asumir los remordimientos de transgredir las normas establecidas, como él mismo confesará.
Esta dualidad quedará muy bien representada alegóricamente por medio de la escena en la cual Jekyll, en la cama, sufre la alucinación de cómo, por el cuarto, repta una gigantesca araña translúcida con el rostro de Hyde, que tras encaramarse al lecho, se arrastrará sobre él para acabar por fusionarse con el doctor, en una clara alegoría de la doble moral del personaje. La película, por tanto, plantea esas tesituras emocionales con bastante habilidad, suponiendo un precedente a la aún mejor El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), de Rouben Mamoulian, que explora más a fondo las implicaciones éticas de la trama.
El gran Rouben Mamoulian (1897-1987) fue un realizador absolutamente innovador, que aún hoy en día merece ser objeto de una revaloración que lo reconozca en su justa medida. Otorgó títulos de gloria a géneros como el musical, el cine de gángsteres y el de aventuras, y al terror concedió con la presente su única muestra. El arranque del film es antológico, en un plano secuencia (que no lo es del todo, pero funciona como tal) rodado en cámara subjetiva, y con los perfiles difuminados en oscuro, para simular nuestro campo de visión; cuando el protagonista incide su mirada sobre un espejo, y al fin le vemos el rostro, comprobamos que es el doctor Jekyll. El profesor llega al instituto, donde imparte clases, y es a partir de entonces cuando la narración varía de punto de vista: reparamos en diversos grupos de estudiantes y profesores, quienes comentan su opinión acerca del doctor. De esta manera se informa al espectador de que, a partir de ahora, veremos al doctor Jekyll del modo en que los demás lo ven. En todo caso, a lo largo del film el punto de vista subjetivo regresará, en especial en la apabullante primera transformación.
También es por medio de un espejo donde presenciamos la referida primera transformación de Jekyll en Hyde, en un plano antológico rodado sin cortes. El director de fotografía, Karl Struss, ya efectuó el mismo truco en 1925, en la Ben-Hur (Ben-Hur: A Tale of the Christ), de Fred Niblo, donde lo empleó en la escena en la cual la madre y la hermana leprosas del protagonista se curan milagrosamente. Struss explicó públicamente este efecto a finales de los sesenta, y parece que derivaba de trucos escénicos: en la citada versión teatral de 1887, en Londres, parece que se empleaba un sistema similar[3]. El truco consiste, explicado de un modo simplificado, en usar simultáneamente un foco y maquillaje, ambos de color rojo: iluminado el plano con esa luz, el maquillaje es invisible cuando se rueda en blanco y negro; el filtro rojo es eliminado de forma paulatina, reemplazado por uno verde, y los rasgos ejecutados por medio del maquillaje van brotando poco a poco.
El trabajo visual de Mamoulian resulta espléndido. A lo referido con anterioridad cabe sumar una cámara de una gran movilidad, algo inhabitual en el cine de inicios del cine hablado. Efectúa atractivas transiciones de un plano a otro, ya sean sonoras –de la niña gimiendo de felicidad al comprobar que puede andar pasa a una anciana gimiendo de dolor– o visuales –las cortinillas, en particular de forma diagonal, que relacionan dos elementos, como los dos intereses femeninos del protagonista. Resaltemos también el uso del encadenado, como uno en el cual Miriam Hopkins balancea una pierna de manera provocativa; el plano pasa a Jekyll y su amigo caminando por la calle, pero durante un largo momento quedará sobreimpresa la imagen de la pierna, como si no pudiera írsele al doctor ese detalle de la cabeza.
Aquí se nos plantea un estudio de la moralidad victoriana, con Jekyll/Hyde como eje vertebrador que violenta esa conciencia. Jekyll es un hombre joven y sano, que desea fervientemente casarse con su prometida, con el fin innegable de acostarse de una vez con ella; el hombre no lo oculta hipócritamente, como los demás. Ante su amigo comenta: «¿Puede un hombre que muere de sed olvidar el agua? ¿Sabes lo que pasaría con esa sed si se le negara el agua?» Hyde surge en respuesta a ese dilema, a esa sed, inducido pues por la hipócrita represión puritana. El elemento ya citado de los dos intereses amorosos del protagonista es una variación con respecto al libro, y proviene de la versión teatral, no acreditada, de Sullivan de 1887, al añadir a la prometida Muriel; de este modo se crea un contrapunto, entre el amor idealizado y el terrenal, la mujer virtuosa frente a la prostituta. El maquillaje de Fredric March –quien consiguió un merecido Oscar, ex aequo con Wallace Beery por El campeón (The Champ, 1931), de King Vidor– estaba inspirado en un hombre de Neanderthal, para representar el primitivismo que impulsa los actos de Hyde, y a medida que avanza el film el aspecto va siendo cada vez más monstruoso.
Hacia los años cuarenta se puso de moda en Hollywood el psicoanálisis, como lo prueban películas del estilo de Recuerda… (Spellbound, 1945), de Alfred Hitchcock, o Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door…, 1947), de Fritz Lang. Precisamente fue Lang quien, años antes, había propuesto a la Metro una adaptación de la novela de Stevenson, pero enfocada desde el ámbito de los avances en esa ciencia. El proyecto fue rechazado, pero cuál sería la sorpresa del director cuando, poco después, se topó en los cines, y con producción de la propia MGM, con El extraño caso del doctor Jekyll (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1941), cuya dirección recaería en un cineasta más gris que él, el ecléctico Victor Fleming. Queda evidente que les gustó la idea, pero en lugar de contar con el problemático germano decidieron optar por un realizador de la casa, al que conocían y que podía tomar las riendas desde la perspectiva que le impusieran, sin rebeldías de ningún tipo.
Lo más llamativo de esta nueva versión es que, a pesar de no estar acreditado, resulta evidente que el guion de la previa fue utilizado como base, rehaciendo lo que se estimó oportuno para variar el enfoque en lo que al aspecto “moral” de la obra se refiere. Ya inmersos totalmente dentro del código de censura de Will Hays, el tono crítico de la cinta anterior se aguó, diluido por medio del férreo control que se aplica al asunto, con un arranque que se desarrolla en una iglesia, con un obispo (el estupendo C. Aubrey Smith) arengando a la multitud, y Jekyll asintiendo en silencio. A partir de ahí, la película sigue con cierta fidelidad a la anterior, a veces hasta copiando los diálogos al dedillo, o algún plano, como es el de Ivy ante el espejo, y viéndose a Hyde aparecer por la puerta reflejada en él.
Por supuesto, toda la labor experimental en lo que se refiere al tratamiento visual de Mamoulian aquí desaparece, reemplazado por un tono académico e impersonal, salvo en lo que se refiere al componente “freudiano” del film, con un par de planos oníricos, de muy bonito diseño, pero de una simpleza sonrojante en cuanto a su simbolismo. Con todo, ese tipo de imaginería soñadora ya aparece en la cinta previa, en una sola ocasión, y con mayor pujanza y convicción.
Uno de los problemas de la cinta estriba en cierto error de casting. Originalmente, la Metro pensó como protagonista en Robert Donat, que no hubiera estado nada mal. En su lugar, se contó con la máxima estrella de la productora en ese momento, en lo que a papeles positivos se refiere, Spencer Tracy. Este era un buen actor, pero transmitía demasiada honestidad, digamos, a sus papeles. Como Jekyll puede aportar una imagen sobria y aplicada, aunque a veces semeja un tanto pazguato, y no queda demasiado lejos de la imagen edulcorada que ofreció del polémico inventor del fonógrafo en Edison, el hombre (Edison, the Man, 1940), de Clarence Brown. Sin embargo, como Hyde aparece en exceso pudibundo. Sí, se nos informa de sus maldades, pero esas no tienen traslación a la pantalla —no en el aspecto explícito, desde luego, que sería imposible, sino en el plano alegórico o simbólico. Solo lo vemos, pues, organizar una trifulca en una taberna y escupir al suelo las pepitas de un racimo de uvas que se está comiendo en el apartamento de Ivy, algo que no puede sino catalogarse de pueril. Sencillamente, no nos creemos al abnegado padre Flanagan como encarnación del Mal, como «la blasfemia absoluta», en palabras del doctor Lanyon, amigo de Jekyll.
Iconográficamente, el Hyde de Victor Fleming apenas ofrece, en un principio, una transformación radical. Se aplica a Tracy un maquillaje muy sutil, oscureciendo su cabello y acanallando sus rasgos, haciéndolos más agresivos. Más adelante, a medida que va radicalizando su actitud, el aspecto se va tornando más bestial, pero sigue conservando cierta esencia humana: no es un monstruo desde el concepto de cine de terror, puesto que la Metro era una productora demasiado fina para ello; se trata más de un melodrama moral, centrado en la lucha de una mente entre sus impulsos primitivos y lo que la moral católica le ha impuesto y él ha aceptado con beneplácito. Por supuesto que el film destila la elegancia y solidez formal característicos en una producción de la MGM; es una película muy bien trabajada a nivel industrial, e incluso artístico si se quiere, pero el sentido del riesgo, de experimentación, de desafío, se ha perdido en una obra que destila esas características de origen.
No sucede así con El testamento del Dr. Cordelier (Le testament du docteur Cordelier, 1959), curiosa producción francesa efectuada con destino, a priori, la televisión del país. El director fue Jean Renoir, que tres años atrás nos había aportado su film previo, Elena y los hombres (Elena et les hommes, 1956). Esta es la única película fantástica del director de la sublime El río (The River / Le fleuve, 1951), y ni siquiera puede ser considerada de terror: provocar escalofríos en el espectador no es precisamente su objetivo.
El arranque del film nos presenta al mismísimo Jean Renoir llegando a los estudios de la televisión francesa, donde procederá a contarnos la historia (él también es el guionista). Es decir, de esa manera hace destacar que se trata de una fábula, un relato narrado por un creador artístico. Aquí, los nombres de los personajes han variado, como aconteció con el film de Murnau, no tanto para esquivar la cuestión de derechos de autor como para ubicar a los protagonistas dentro de un entorno francés (y contemporáneo). Así, en lugar de doctor Jekyll y míster Hyde tenemos al doctor Cordelier y a monsieur Opale. El primero es un científico, centrado en la psiquiatría, de aspecto maduro y noble, de níveos cabellos peinados hacia atrás y rasgos ascéticos. Monsieur Opale, por su parte, tiene el cabello negro, rizado e hirsuto, mejillas sobresalientes, entrecejo tupido y patillas horizontales (!), nariz prominente, es algo enjuto —las ropas de Cordelier le están grandes— y es explícitamente más joven. Camina con unos modales chulescos, con un tic que le hace respingar los hombros de continuo, o encoger la cabeza, como si fuese un pájaro —de hecho, tiene aspecto de pájaro de mal agüero, un cuervo tal vez, aunque también ofrece algo de simiesco, con esas manos hirsutas—, y se vale de un bastón para subrayar sus ademanes, además de utilizarlo para determinados fines perversos. La primera vez que lo vemos se cruza con una niña de unos diez años; después de pensárselo unos instantes, se vuelve hacia ella e intenta estrangularla, solo por el placer de hacerlo.
Podría decirse que aquí Opale/Hyde es un gamberro, si no fuese por lo malicioso de algunas de sus acciones. Mata a patadas a un hombre que le llama la atención porque está tosiendo; hay una ocasión en que intenta arrancar de los brazos de su madre a un tierno bebé; y cuando ve a un lisiado caminar con dos muletas no puede evitar patearlas para hacer caer al pobre hombre. Es interesante el hecho de que actúa por impulsos: ve algo, reflexiona unos instantes y pasa a la acción. En su apartamento guarda látigos, con los que sin duda azota a la prostituta que tiene como amante.
En cierta manera, la película, pese a los cambios ejercidos, es moderadamente fiel a la novela, incluida la estructura de flashback —la confesión de Cordelier llegará por medio de una, en aquel entonces, moderna cinta magnetofónica— y la presencia del abogado amigo del protagonista, quien se pondrá al corriente de lo que acontece. El testamento del Dr. Cordelier es una adaptación modélica, que mantiene el espíritu de la obra original, y las líneas argumentales básicas, y al tiempo aporta una narración diferente, con un enfoque distinto. La tesis moral no aparece hasta el final de la cinta, y casi podría decirse que es el macgufin de la historia, y el resto es una intriga muy bien desarrollada, con cierto tono de encuesta policial, y en determinada manera recuerda a los filmes franceses de la época sobre el inspector Maigret protagonizados por Jean Gabin, en su mezcla de costumbrismo y elementos detectivescos.
Aquí, Cordelier/Jekyll será consciente de su dualidad, que en realidad es una única condición, escindida físicamente, mas no moralmente. «Soy un hipócrita», clama, «y mi apariencia de dignidad y de virtud es solo una mentira para disimular los más bajos instintos, la más abominable sed de perversión». Lo que el doctor trata de combatir no es tanto el mal como el impulso sexual; mientras mantiene relaciones con una criada, recibe la visita de una clienta, escandalizada porque su hijo, que aún no ha cumplido los dieciocho años, realiza precisamente esa misma actividad. Con remordimientos, Cordelier despedirá a la criada, e intentará “curar” al muchacho de su pulsión concupiscente. Cuando al fin Cordelier da con la fórmula química que libera la personalidad, el ente de Opale, este último se abandona a los vicios y perversiones que el doctor rehúye hipócritamente; cuando la conversión se invierte, y regresa Cordelier, este carece de contrición, de sentimiento alguno de culpa: es otro el que ha cometido todas esas acciones, no él. El doctor representa por tanto la hipocresía excelsa en persona, la falsedad social que muchos han de encarnar ante los demás; Cordelier está liberado de tener que mantener esa fachada, pues la fachada es el otro.
Renoir tiñe todo con cierto matiz irónico, guasón, que subraya la excelente música de Kosma. Opale representa el mal no por los impulsos sexuales de los que disfruta, sino por la desinhibición a la cual se abandona, con la cual todos los prejuicios morales colindantes también desaparecen. Disfruta haciendo sufrir a los demás, siente placer en el dolor ajeno, es un sádico, en definitiva.
No tenemos en esta ocasión efectos ópticos para simular la transformación. Simplemente, con el cambio de plano acontece el hecho. Jean-Louis Barrault —que hace una interpretación extraordinaria, componiendo dos personajes totalmente opuestos— cae al suelo, de espaldas, y cuando se pone en pie ya ha acontecido el cambio. El maquillaje resulta efectivo en su fealdad, en su anormalidad, y podría recordar un tanto al que exhibía el protagonista de la curiosa The Neanderthal Man [dvd: El hombre de las cavernas, 1953], de Ewald André Dupont. La película se produjo para aprovechar las facilidades respectivas que aportaban, unidas, las técnicas televisiva y cinematográfica —se estrenó en la cadena de televisión francesa RTF el 16 de noviembre de 1961, y en cines del país al día siguiente—, y despertó las protestas tanto de un medio profesional como del otro, con denuncias de los sindicatos laborales, y la crítica la machacó. Cinco décadas más tarde está considerada una obra maestra.
Coetánea al film de Renoir, Las dos caras del Dr. Jekyll (The Two Faces of Dr. Jekyll, 1960) brinda una aproximación muy diferente, pues representa el aporte de lo que se podría considerar como “cine de género”, no tanto de terror sino más bien hacia el melodrama —motivo por el cual, sin duda, fue un fracaso en su día[4]. Fue producida por la Hammer, que ya con anterioridad había adaptado el mito en una versión libre y paródica como era The Ugly Duckling (1959), de Lance Comfort. Esta vez, el realizador a cargo del evento fue el gran Terence Fisher, que ya había trasladado a la pantalla grande, para la misma casa, los mitos de Frankenstein, Drácula y la momia.
El guion de la presente versión corresponde a Wolf Mankowitz, un autor valioso pero no muy valorado, que trabajó al lado de Carol Reed, y también colaboró en una joya de la ciencia ficción como es The Day the Earth Caught Fire [tv: El día en que la Tierra se incendió, 1961], de Val Guest. Aquí crea una historia diferente a la original de Stevenson, aprovechando meramente el mito: Jekyll es un hombre casado y, lo más destacado del asunto, es que se trata de un individuo no demasiado agraciado físicamente, y también inseguro, que descuida su matrimonio, su hogar y sus deberes sociales, pues solo está centrado en su trabajo científico. Por el contrario, será Hyde el que, no solo muestre un aspecto más atractivo, sino que se libere de los traumas y frustraciones que arrastra ese otro ser humano. Para presentar esos dos personajes, que en realidad es uno solo, Jekyll aparece con barba y cejas tupidas, y una expresión adusta y antipática. Hyde, por su parte, exhibe una faz lampiña, límpida y clara, casi aniñada; sin embargo, cuando le vemos por primera vez, desvelándonoslo Fisher surgiendo de entre las sombras, su rostro sereno se verá deformado por una sonrisa cruel, una máscara de cinismo.
Si en las versiones previas teníamos a Jekyll/Hyde que se dirimía entre dos mujeres, representaciones distintas de ver el mundo, eso es dado un tanto de lado. Sí, el protagonista bascula entre dos féminas, una su esposa, Kitty, la otra la artista exótica, María; sin embargo, en esta ocasión la esposa no es un dechado de virtudes, pues se trata de una adúltera que vive un idilio con Paul Allen, el mejor amigo de su marido, que además le sablea de forma constante. Aquí, más bien será el personaje de Kitty quien tendrá ocasión de optar entre tres modelos de hombre: por un lado, su esposo, a quien ya vimos como un ser débil, frío y distante, que la ignora; por otro lado, Paul Allen, su amante, vividor, atractivo y derrochador. Y por último tenemos a Hyde, que sería una versión más salvaje de Allen. Allen no es un hipócrita, se aprovecha de la vida y de las personas a su conveniencia, y lo hace a la cara, mientras que Hyde va más allá, y utiliza el crimen para satisfacer sus deseos, fueran cuales fuesen.
Hyde aquí representa los impulsos reprimidos, que salen al fin de un modo abrupto, violento, sin medida. El carácter contenido de Jekyll explota, literalmente. Tenemos aquí también un paralelismo con El retrato de Dorian Gray, la novela de Oscar Wilde que se mencionó más arriba, y que, como se dijo, ofrece puntos de contacto con la de Stevenson. Aquí, el personaje social será un hombre atractivo, mientras que, en casa, diríase, espera el real, el no tan agraciado; incluso a medida que pasa la película vemos cómo Jekyll va degradándose físicamente: al poco, su amigo médico ha de atenderle, y refiere que cree que abusa de las drogas, no del opio, sino de algo peor. Adviértase que aquí, por vez primera, salvo error, la fórmula del doctor Jekyll no es un bebedizo, sino que se lo administra por medio de una jeringuilla, lo cual lo equipara con la drogadicción. Durante la transformación final, Jekyll aparecerá avejentado, con el cabello canoso, profundas ojeras y arrugas alrededor de los ojos: es el retrato oculto en el ático que, al fin, sale a la luz, mostrando la disipación a la cual se ha abandonado.
Entre líneas parece apuntarse a un matrimonio no consumado entre Jekyll y Kitty —no tienen hijos, y él se consuela dejando a los chiquillos de la vecindad jugar en su jardín—, lo cual provoca una frustración invariable en el hombre. Varias alusiones a su “virginidad”, en uno u otro sentido, salpican el metraje. Se sentirá atraído por la bailarina exótica, que danza con una serpiente, símbolo de la tentación, y se percibe claramente cómo él se excita cuando la mujer se introduce en la boca la cabeza del ofidio.
En esta ocasión tenemos las dos caras de una misma moneda entre Jekyll y Hyde. Cada uno representa lo contrario que su reverso. Las conversiones son cada vez más frecuentes y, del mismo modo que Jekyll tiene miedo de la llegada de Hyde, Hyde teme también la aparición de Jekyll. Hay un momento excelente, mientras Jekyll escribe en su diario, con una letra vulgar y fea, cuando de pronto la grafía varía, mostrándose ahora elegante y elaborada: ha surgido Mr. Hyde. También la voz de ambos personajes es distinta, siendo la de Jekyll grave y correosa, y la de Hyde suave y refinada. A medida que avanza la película, el actor Paul Massey alterna una y otra voz, en un mismo plano. Este mecanismo puede que también intente sugerir una alteración psicopatológica. Al fin y al cabo, puede que la droga nada hiciera —salvo hacer aparecer y desaparecer la barba—, sino que el obvio desequilibrio inicial de Jekyll acaba manifestándose de una vez. De esta manera, Fisher refleja el atractivo del mal, mostrando a un Hyde hermoso y un Jekyll feo.
Este juego de dualidad se transferirá a los comportamientos de Jekyll/Hyde. Como Hyde, intentará que Paul Allen le permita seducir a su amante, a lo cual el gigoló se escandalizará. Al final, acabará violando a su propia esposa. Fisher retrata los dos mundos del doctor de manera diferente, con colores oscuros y apagados los de la residencia, y de un colorido abrupto y embriagador el de los burdeles y salones de baile que Hyde visitará.
Con unos diálogos excelentes, algo que de forma paulatina se está perdiendo en el cine, se ofrece una aproximación diferente y cautivante al mito de Jekyll y Hyde, en una producción que no fue entendida en su época, como demuestra el referido fracaso comercial con el que se saldó su estreno en salas, siendo aún considerada uno de los puntos más bajos del cine de Terence Fisher.
En todo caso, no todo el mundo despreció esta película de la Hammer. Por increíble que parezca, un cómico como Jerry Lewis admiró esta película, y con El profesor chiflado (The Nutty Professor, 1963) efectuó una especie de relectura humorística de la misma. Por supuesto que, en materia de comedia, no era la primera vez que se ofrecía un acercamiento a la novela de Stevenson. Ya vimos cómo la Hammer hizo eso mismo un año antes que con Fisher, y desde los tiempos del cine mudo tenemos esas variaciones, entre las cuales se puede destacar el desternillante cortometraje Dr. Pyckle and Mr. Pryde (1925), de Scott Pembroke y Joe Rock, protagonizado por Stan Laurel. Y la propia película de Lewis que referimos tuvo un flojo remake con el film homónimo (en castellano e inglés) dirigido por Tom Shadyac en 1996 y protagonizado por Eddie Murphy, que incluso contó con una secuela, El profesor chiflado II: La familia Klump (Nutty Professor II: The Klumps, 2000), de Peter Segal[5].
Si bien Lewis, en esencia, siempre ha interpretado a un personaje similar en sus comedias, su profesor Julius Kelp de la presente se basa especialmente en el que aportó en Yo soy el padre y la madre (Rock-a-Bye Baby, 1958), de Frank Tashlin, y que más tarde repetiría en Las joyas de la familia (The Family Jewels, 1965) y La otra cara del gángster (The Big Mouth, 1967), ambas dirigidas por él. Respecto al alter ego de Kelp, la opinión generalizada de la crítica es que se trata de una parodia o burla de Dean Martin, pareja artística suya entre 1949 y 1956, aunque el actor y director ha insistido una y otra vez en que no es así, sino que supone una mezcla de todos los engreídos auto-suficientes que ha conocido a lo largo de su vida. De todas maneras, viéndolo, no puede uno evitar recordar al actor y cantante ítaloamericano, e incluso la voz que pone Jerry Lewis remite a aquél.
En esta ocasión, la intención del profesor Kelp no es separar las partes positiva y negativa del ser humano, sino simplemente en hacer brotar la musculatura que todos llevamos oculta. Profesor de una universidad, es brillante intelectualmente (o se supone), pero torpe y feo, para lo cual el actor se caracteriza con el pelo echado hacia delante, estrechas gafas de alta graduación y, en especial, una dentadura postiza con dientes salientes, en especial las dos paletas frontales. La bellísima alumna Stella no le mira con malos ojos, aunque supone el pitorreo de los cachas de la universidad. Sus intentos por hacer ejercicio se ven saldados con el fracaso, así pues decide aplicar sus conocimientos científicos para desarrollar de algún modo un cuerpo más atractivo.
La primera transformación que acontece resulta muy curiosa de analizar aquí, pues su conversión le hace similar a la que ofrecía John Barrymore en la versión muda del mito, aunque el color de su rostro varíe en diversas ocasiones, y en un caso concreto recuerde a un morlock –los monstruos de El tiempo en sus manos (The Time Machine, 1960) de George Pal–, pero en morenito. Pero eso solo es una fase. Cuando al fin acontece la transmutación completa, tendremos un plano subjetivo de él, avanzando por la calle, y viéndose solo las reacciones de la gente ante su paso; es decir, tal como hacía Rouben Mamoulian en su versión. Una vez llega al club, las vistas de todos convergirán en él, y la nuestra también: vemos a un individuo peinado con una tonelada de brillantina, apuesto, que viste un chillón traje azul fosforito y camisa rosa chillón. Es, también, un engreído insuperable, enamorado de sí mismo. Nada más conocerle Stella, se apercibe de su carácter, y le replica negativamente… pero no puede evitar enamorarse de él.
Por el día, Kelp es ese profesor universitario rechazado, y por la noche, gracias a su fórmula, se convierte en Buddy Amor, quien va recibiendo éxito por todas partes, pese a tratarse un individuo engolado y egocéntrico. La fórmula, empero, tiene “caducidad”, y cuando va acabando sus efectos, Buddy comienza a hablar con la voz atiplada de Kelp, algo muy similar a lo que acontecía a Paul Massey en el film de Fisher. En un momento dado, Buddy refiere que una vez consultó a un psicoanalista, quien le diagnosticó «esquizofrenia y personalidad desdoblada», lo cual encaja con la interpretación psicopatológica del personaje. Kemp, por el contrario, define a Love como alguien «que reprime su verdadero yo para que no lo hieran». Así pues, Love es la máscara de Buddy, y Love a su vez es su propia máscara.
De esa manera, Lewis efectúa una reflexión acerca del éxito popular de los seres autosuficientes y que van prodigando amor hacia sí mismos, y cómo la sociedad aclama a esos individuos, mientras que los que no son agraciados físicamente, o son “raros”, sufren el desprecio general. Tendríamos pues, al personaje del profesor Kelp, quien representaría a lo que algunos suelen ser; a Buddy Love, que sería quien esos mismos desearían ser; y, por último, el propio Kelp, al final del film, una vez ha asumido y aceptado su forma de ser, ha madurado y se ha aceptado a sí mismo. También vendría a representar, viendo el film como una alegoría sobre la drogadicción, cómo un personaje acomplejado se desinhibe por medio de los estupefacientes, creando una falsa ilusión de realidad. Al fin, el Kelp que surge de todo ello es un Kelp mejorado, que participa de lo mejor de ambas personalidades previas… salvo el atractivo físico.
El doctor Jekyll y su hermana Hyde (Dr Jekyll & Sister Hyde, 1971)[6] representa la tercera y última aproximación de la Hammer a la temática que nos ocupa. La dirección, esta vez, corresponde al sólido artesano Roy Ward Baker, y el guion pertenece a Brian Clemens, creador de la mítica serie de televisión Los Vengadores (The Avengers; 1961-1969), y responsable el año siguiente de la presente, también para la Hammer, de otra revisión de un mito con Captain Kronos, Vampire Hunter [tv/vd/dvd: Capitán Kronos / Cazador de vampiros, 1974], dirigida por él mismo, en lo que fue su único cometido en tal modalidad.
Esta película ofrece ciertos paralelismos con la versión de Fisher, en el aspecto de que el doctor Jekyll no se transforma en un ser horrendo. Sin embargo, esta vez, la conversión deviene en un cambio de sexo, adoptando la forma de una mujer[7]. Brian Clemens, como buen mitómano que fue, explora el mito, fusionándolo con los auténticos de Jack el Destripador y de Burke y Hare —aunque estos no actuaron en Londres, sino en Edimburgo, en 1828.
En esta ocasión, los objetivos del doctor Jekyll son tan nobles como buscar una multi-vacuna para una diversidad de enfermedades. Pero ante un comentario de su amigo, el profesor Robertson, acerca de que moriría de viejo antes de terminar su investigación, vuelca sus objetivos hacia la consecución del elixir de la vida eterna. Su teoría implica hormonas femeninas, que recoge en el depósito de cadáveres, y cuando este no suministra suficiente material ha de recurrir a los ladrones de tumbas y posteriores criminales Burke y Hare. Al dedicarse estos a matar para facilitarle material de estudio, Jekyll duda apenas unos segundos sobre la legitimidad de este acto: «Hace el mal para poder hacer el bien», clama uno de los resurreccionistas. Cuando una turba lincha a los profanadores de tumbas, Jekyll habrá de recurrir él mismo a sus piezas de estudio, y la gente entonces hablará de un Destripador de Whitechapel…
Como se ha referido, esta vez la conversión es de hombre a mujer, y para ello la Hammer contó con Ralph Bates y Martine Beswick, dos intérpretes que, ciertamente, ofrecen cierto parecido físico, y que aportan unas interpretaciones muy ajustadas y cómplices. Aquí se dirime la dualidad sexual del ser humano, y desde el principio habrá referencias al respecto. El vecino del piso de arriba refiere que Jekyll parece «impermeable a las mujeres», aludiendo a una posible homosexualidad. No se trata de eso, y el doctor da pruebas de su interés por las féminas; únicamente, está demasiado volcado, más bien obsesionado por su trabajo. Los vecinos de la primera planta disponen de un barómetro que dispone de dos muñecos, hombre y mujer, que se alternan. Eso es lo que acontece con Jekyll: se trata más bien de un caso de transexualidad, permutándose el hombre en mujer.
Resulta sintomático que ambas personalidades, tanto la masculina como la femenina, maten. Pero mientras que Jekyll mata de un modo frío y profesional, impulsado solo por los objetivos de sus estudios, Hyde disfruta con ello, se regodea en el mal que aplica. Pronto descubrimos, y ella misma lo confiesa, que la personalidad femenina es más fuerte que la masculina, y se desata una lucha por el control de un mismo cuerpo. En esta ocasión, no se trata tanto de una fórmula que atenúa sus resultados, sino que es la propia lucha interna entre ambas personalidades la que provoca la aliteración de identidades de género. Cuando el vecino pregunta a Jekyll por su hermana Hyde, este responde «Estoy bien, gracias», y extiende la mano para acariciar su rostro.
La escena de la primera transformación está rodada con mucha inteligencia, haciendo uso de un espejo. Jekyll, tras tomar la fórmula, avanza hacia una butaca, donde se sienta. Vemos su reflejo en el espejo; la cámara se desvía hacia su hombro y, sin cortar, de nuevo se alza y, al fin, en el reflejo vemos ahora a Hyde. La escena, sin duda, se rodó con un espejo trucado, que inicialmente disponía de efecto reflector y luego este fue eliminado. El efecto especular se repite cuando Jekyll arroja un cuchillo contra el espejo, partiendo el cristal; en los diversos trozos, distorsionado, se percibirá el rostro de Hyde, que deviene después en Jekyll. Y hacia el final, a través de la cristalera de colores, la transmutación se producirá de nuevo, jugando con la distorsión de la cual dispone el cristal.
Al igual que en el film de Fisher, Jekyll vuelca por escrito sus pensamientos, sirviendo como narrador ante el espectador; el clímax final, con la persecución del doctor Jekyll por los tejados, remite a otra cinta del autor, la extraordinaria La maldición del hombre lobo (The Curse of the Werewolf, 1961); y el espeluznante plano final, con el rostro reflejando la fusión de ambas personalidades, es idéntico al del hermosísimo relato de Ray Bradbury “El marciano” (“The Martian”, 1949), incluido en sus célebres Crónicas marcianas (Martian Chronicles, 1950).
En 1990 la escritora norteamericana Valerie Martin escribió la novela Mary Reilly, donde efectuaba una reescritura del texto de Stevenson a partir de la perspectiva de una hipotética doncella que trabajaría para el doctor; es decir, aplicaba a la narración una perspectiva femenina. Ese mismo año, su texto fue candidato el premio Nebula y, al año siguiente, al World Fantasy. La película Mary Reilly (Mary Reilly, 1996)[8], tras muchos contratiempos de diversa índole, llegó por parte del excelente Stephen Frears, y con protagonismo de John Malkovich como el doctor y Julia Roberts como la doncella, a partir de un guion elaborado por Christopher Hampton.
Stephen Frears, por supuesto, es el magnífico retratista de la sociedad británica contemporánea y de clase media-baja, tal como haría tras la presente con La camioneta (The Van, 1996), aunque también había dirigido Las amistades peligrosas (Dangerous Liaison, 1988), suntuosa adaptación del clásico literario de Choderlos de Laclos, casi simultánea a la inferior Valmont (Valmont, 1989), de Milos Forman. Para su versión, Frears partió de una traslación teatral debida a Christopher Hampton, y este mismo escribió el guion de la película. Ahora, Hampton volvía a trabajar en un libreto donde reflejaba los contrastes entre la alta y la baja sociedad, esta vez en el Londres victoriano. Vista la película, el reflejo del contexto de la servidumbre puede recordar a una serie como Arriba y abajo (Upstairs, Downstairs; 1971-1975), pero también entrega elementos propios del universo de Dickens, en lo que a la vida familiar de Mary Reilly se refiere.
Aquí se nos narra lo que ya conocemos sobre Jekyll y Hyde, pero variando el enfoque, y transfiriendo el protagonismo a una supuesta sirvienta que hubiera tenido el doctor, como ya se refirió. Y es que, en esta ocasión, Jekyll es un miembro de la alta sociedad británica, y no un advenedizo que, con sus artes, se inmiscuye en esta, como había sucedido hasta ese momento. Poole, el criado que aparece tanto en la novela como en la mayoría de las adaptaciones, aquí es el mayordomo mayor, con las mismas ínfulas sociales que en la mítica serie de televisión citada. Mary Reilly acaba de entrar a servir en la casa y, desde entonces, iremos percibiendo resquicios de lo que conocemos sobre Jekyll a través de la mirada de la fámula, que paulatinamente va interfiriendo más y más en la vida del doctor.
En el aspecto físico, aquí Jekyll y Hyde ofrecen una singular variación. El doctor es un hombre maduro, con barba y perilla y cabellos entrecanos, amén de ojos azules. Hyde, por su parte, tiene pelo largo, rostro lampiño, ojos oscuros y es obviamente más joven; no resulta para nada monstruoso, si bien es algo jorobado y camina arrastrando un pie —interesante elemento trasplantado a las pesadillas de Mary, pues esta misma característica detenta su padre maltratador, que «era normal, hasta que el alcohol lo transformó». El doctor, además, es un caballero amable pero algo distante, frío, mientras que Hyde es todo pasión, y exhibe cierto atractivo sexual salvaje. Mary no sabe hasta el final que Jekyll y Hyde son la misma persona, pero en el fondo de ella debe saberlo, pues la atracción que siente por ambos es inequívoca. Solo tenemos aquí una escena de transformación, al final, donde al protagonista masculino le brota del cuerpo una especie de feto, como un hermano siamés, dando a luz en cierto modo a su doble, y absorbiendo el contrario. Inicialmente el trucaje se realizó con un muñeco construido por la Jim Henson’s Creature Shop, pero el resultado no fue satisfactorio y se rechazó; tal como aparece en la película, es un efecto por ordenador, y tampoco aparece demasiado óptimo.
Jekyll, como se ha dicho, es una persona amable, pero el Hyde de este filme es peculiarmente distinto. Es un asesino, sí, y practica extraños experimentos con las prostitutas, a las que tortura hasta salpicar sangre en el techo, y en ignotos ensayos que también implica el uso de ratas. Pero no es un animal salvaje, como en otras versiones, sino que puede ser educado, diplomático y sabe ser discreto cuando conviene. Jekyll lo presenta como un ayudante suyo, y ciertamente así trabaja, viéndosele adquirir vísceras animales y humanas no se sabe con qué fines. Sobre la ambivalencia entre ambos, Hyde efectúa un interesante símil: «Yo soy el bandido. Él solo es la cueva que me sirve de guarida».
En esta ocasión, el doctor busca una cura para sí mismo, y la conversión es el resultado de ello. Jekyll explica que padecía «una pequeña fractura del alma; algo que me provocó cierta afición por el olvido», algo demasiado vago, que explica que llegara a intentar suicidarse. ¿Acaso alguna enfermedad venérea? Eso nos alejaría a Jekyll del dechado de virtudes que se le presupone, pues aquí Hyde no es tanto como la parte animal que tenemos sino, en el sentido moral, ambas personalidades representan el Bien y el Mal.
La película fue un fracaso absoluto —con 47 millones de dólares de presupuesto, la taquilla mundial apenas superó los doce—, y para dar una idea del caos que supuso la producción cabe referir que el final se reescribió veinticinco veces. La cinta, en todo caso, aparece como un melodrama elegante e interesante, con muy buenas interpretaciones, pese que ahí también sufrió reveses: en los premios Razzie, los llamados “anti-Oscar”, Frears fue nominado a peor director, y Julia Roberts a peor actriz, pero es sabido que estos galardones tienen una intencionalidad más tocapelotas que verdaderamente analítica.
En 1999 el guionista de comics Alan Moore aportó La Liga de los Hombres Extraordinarios (The League of Extraordinary Gentlemen), que acabaría siendo una serie que dura hasta hoy, en diversas etapas. La idea era muy atractiva, mezclando determinados personajes de la literatura fantástica del siglo XIX, todos reunidos para conformar una especie de club de detectives de lo sobrenatural. No era una idea nueva, puesto que ya con anterioridad Philip José Farmer efectuó algo muy similar.
Una versión para cines llegó con La Liga de los Hombres Extraordinarios (The League of Extraordinary Gentlemen, 2003), adaptación bastante libre de la primera serie concebida por Moore e ilustrada por Kevin O’Neill. En la película tenemos como integrantes de la Liga a Allan Quatermain, el capitán Nemo, Mina Harker, un hombre invisible llamado Rodney Skinner, dado que por cuestión de derechos no se pudo contar con el Griffin creado por H. G. Wells, el doctor Jekyll y Edward Hyde, Dorian Gray y el agente secreto del gobierno de los Estados Unidos Tom Sawyer; los dos últimos fueron añadidos al film, estando ausentes del cómic.
La película es una característica muestra del cine fantástico comercial del presente siglo, muy similar en tono y calidad a otra cinta como fue Van Helsing (Van Helsing, 2004), de Stephen Sommers, con el personaje de Bram Stoker como protagonista, y que también ofrecía una aparición menor del doctor Jekyll (Stephen Fisher) y Mr. Hyde (Robbie Coltrane)[9].
Volviendo a La Liga…, los héroes referidos son reclutados con el fin de enfrentarse a un villano enmascarado denominado el Fantasma, y que busca provocar una guerra mundial aprovechando el cambio de siglo… en 1899, con lo cual se comete el enésimo error de situar el inicio del siglo XX en 1900, y no en 1901, como es en realidad. Tampoco se sabe cómo el descomunal Nautilus llega hasta el corazón de París, vía Sena, y cómo puede torcer por los canales de Venecia. Por lo demás, peleas y peleas sin parar, hasta resultar agotador, no para los personajes, que apenas se despeinan, sino para el espectador. Un desperdicio de un proyecto muy atractivo sobre el papel —nunca mejor dicho—, que aunaba a su temática pulp unos diseños muy de steampunk.
Con respecto a Jekyll y Hyde (encarnados por Jason Flemyng), su cometido es escaso. Van a buscarlo a París, donde Hyde es confundido con un simio que aterroriza la rue Morgue, y aquí se asemeja al alter ego de Jekyll con el increíble Hulk. Cierto que es que la creación de Stan Lee y Jack Kirby estaba inspirada en Jekyll y Hyde, por lo cual aquí se juega al revés. Todo muy elemental, con Hyde mutado en un bruto descerebrado, enorme, jorobado y pelirrojo, una creación por ordenador muy mal obtenida, aunque peor aun aflora la abominación que germina de la sangre usurpada a Hyde.
El responsable de este desastre de guion es James Dale Roberston, habitual autor de comics nada desdeñable —destaquemos entre lo más interesante escrito por él la serie Starman para DC—, quien redujo la trama del cómic a su mínima expresión, para saturarlo de acción, la cual es brindada con su entusiasmo infantil característico por Stephen Norrington, quien ya trivializó en 1998 otro cómic como fue Blade (Blade).
En los últimos años la creación de Stevenson se ha refugiado en la televisión, parcela que, por supuesto, nunca le fue ajena. La primera aparición en el medio tuvo lugar con el telefilm británico The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde (1950), con Alan Judd como el doctor y Desmond Llewelyn —Q en la serie cinematográfica de James Bond— como monstruo. Ya vimos la agraciada aproximación por parte de Renoir, y recientemente han aparecido dos series inglesas que merece la pena destacar, aunque sea en estas líneas finales. Por un lado, la excelente Jekyll (Jekyll, 2007), una mini-serie en seis partes escrita por Steven Moffatt y protagonizada por un excelso James Nesbitt, donde el actor brinda una de las visiones más turbadoras y amenazantes de Hyde. Y por otro lado, la reciente Jekyll and Hyde (2015), creada por Charlie Higson, una divertida locura con aire pulp y de superhéroes, que tras una primera temporada ha sido cancelada por considerar la cadena de «es demasiado violenta para su franja horaria».
[1] Un excelente libro que desarrolla el tema, y además de interés para el cinéfilo, es Imágenes de la locura: la psicopatología en el cine, de Beatriz Vera Poseck. Madrid: Calamar, 2006.
[2] Procedente de El retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray and Other Works, 1891).
[3] Véase la mini-serie televisiva Jack el Destripador (Jack the Ripper, 1988), de David Wickes, con Michael Caine, donde se recrea esa versión teatral, con Armand Assante encarnando a Richard Mansfield.
[4] Se estima una pérdida de treinta mil libras, con un presupuesto de 146.417.
[5] El film de Jerry Lewis también tuvo una secuela reciente realizada por animación por ordenador, The Nutty Professor (2008), de Logan McPherson y Paul Taylor, con Lewis volviendo a poner voz a su personaje. También existe una captación al teatro musical, que debutó en Nashville en 2012, con libreto de Rupert Holmes, música de Marvin Hamlisch y dirección de Jerry Lewis.
[6] Desde 2011 se habla de un posible remake de este film.
[7] En el cortometraje Miss Jekyll and Madame Hyde (1915), de Charles S. Gaskill, tanto Jekyll como Hyde son mujeres. En The Daughter of Dr. Jekyll [dvd: La hija del hombre y la bestia, 1957], de Edgar G. Ulmer, pese al título no es ella la que sufre la transformación. Dr. Jekyll y Mrs. Hyde (Dr. Jekyll and Ms. Hyde, 1995), de David Price, copia la premisa del film de la Hammer, pero desde un tratamiento presuntamente humorístico.
The Daughter of Dr. Jekyll
[8] El DVD español se editó como El secreto de Mary Reilly, que es como se estrenó en cines en Hispanoamérica.
[9] Simultáneamente se realizó una precuela por animación para ser editada en DVD, Van Helsing: Misión en Londres (Van Helsing: The London Assignment, 2004), de Sharon Bridgeman, con Hyde (de nuevo Coltrane) de co-protagonista, y con Dwight Schultz poniendo ahora voz a Jekyll, pero con resultados poco satisfactorios.