Relato de Carlos Díaz Maroto
Los animales hacían cada vez más ruido, hasta el punto de que Stonewall Torrey comenzó a preocuparse. Torrey era un granjero de sesenta años, y su mujer había muerto hacía doce, durante una estampida de ganado. Ahora, su granja era pequeña y discreta, pero él salía adelante con los pocos animales que tenía en el corral. No podía permitirse el riesgo de perderlos, así pues se levantó y tomó de encima de la chimenea la escopeta que usaba para cazar conejos, y con ella se asomó a la puerta de la cabaña. Fuera todo era oscuridad, y el revuelo de las bestias era cada vez más evidente.
Miró frente a él, y solo divisó la noche rodeando su pequeño rancho y, en primer término, a unos veinte metros, un grupo de arbustos. Entonces divisó tras ellos varios puntos amarillos contemplándole. Coyotes, se dijo, y levantó la escopeta. Antes de que pudiera ponerla en posición horizontal, sin embargo, oyó algo que le hizo detenerse. Risas infantiles…
Quedó desconcertado, sin saber cómo reaccionar. De súbito, algo salió corriendo de un arbusto a otro. Iba a cuatro patas, pero juraría que llevaba ropas… Cuando miró a otro lado vio un rostro asomado sobre un matojo, contemplándole. Era un niño de unos ocho años, de pelo negro, y sus ojos lucían con un resplandor amarillo. Estaba sonriendo con una mueca que hacía mostrar unos enormes colmillos.
Torrey retrocedió sacudido por el pánico, al tiempo que veía otra de esas… criaturas salir corriendo de detrás de un matorral. Era una niña de alrededor de siete años, corría a cuatro patas, y llevaba un vestido blanco con flores granates. Cuando la vio trepar por la pared de la cabaña como una cucaracha, el granjero soltó un gemido ahogado y, entrando en la casa, cerró la puerta de golpe.
Quedó encerrado, reculando hacia la mesa, sin saber cómo reaccionar. Entonces oyó el ruido de las criaturas corretear por el porche, por las paredes, por el techo… Al mismo tiempo, dulces carcajadas infantiles estallaban en la noche.
A Stonewall Torrey se le escurrió la escopeta de las manos, retrocedió y tropezó contra la mesa. El plato de alubias que estaba comiendo cayó al suelo con un sonido hueco de hojalata, desperdigando las judías. Un ruido extraño se produjo, intentó orientarse y al fin lo localizó: procedía de la chimenea; uno de aquellos seres estaba bajando por ésta. Con rapidez Torrey se acercó y encendió el fuego, añadiendo varios troncos. El ruido prosiguió, acercándose, hasta que de pronto oyó un alarido. Se asomó a una ventana y contempló cómo una de aquellas cosas salía corriendo hacia la oscuridad, convertidas las ropas en una pavesa de fuego. Y entonces un rostro asomó, al otro lado del cristal, mirándole. Era un muchacho de unos trece años, los ojos eran dos rescoldos llameantes, la boca fruncida en una mueca de desprecio.
El granjero echó las batientes de la ventana, para después correr hacia las demás y cerrar todas, como cuando se defendió de los ataques indios hacía varias décadas. Pero ahora no eran indios, eran niños, y seguían riendo y correteando alrededor de la casa y por encima de ella.
—¡Marchaos! ¡¡Marchaos!! —gritó tapándose los oídos con las manos.
Tomó la escopeta del suelo y la sacó por una de las aberturas que tenía dispuestas para disparar a través de ellas. Con un golpe rápido rompió los cristales y luego buscó en la oscuridad. Una niña estaba detenida en medio del camino. Tenía unos seis años y llevaba un vestido blanco hasta los tobillos. Su cabello era rubio oscuro y pendía lacio hasta los brazos. La niña comenzó a sollozar.
—Señor —murmuró—. Tengo miedo. Estos niños me quieren hacer daño.
Torrey titubeó. Parecía tan cándida, tan dulce… ¿Era posible que no fuera como los demás, que fuese una víctima inocente? Pero entonces, ¿cómo es que seguía viva? ¿Cómo, en todo este maldito tiempo, no había caído presa de… de esas cosas?
Ya no dudó. Apuntó al pecho de la niña y disparó. Salió despedida por los aires, cayendo varios metros más allá, entre las sombras. El hombre quedó observando un rato, hasta que vio de nuevo a la niña. Avanzaba a gatas y su rostro lo contemplaba con una expresión espeluznante; los ojos tenían un color amarillo, la mandíbula estaba desencajada en unas fauces imposibles llenas de dientes puntiagudos. E iba acercándose hacia él…
De súbito algo aferró la escopeta. Desde fuera, uno de los niños, cabeza abajo en la pared, había tomado el cañón que asomaba y se lo intentaba quitar. Vio las manitas infantiles agarrando el arma por la boca, así pues abrió fuego. Los dedos del niño quedaron desmenuzados, y la mano convertida en un muñón. Pero la criatura no se retiró; Stonewall Torrey pudo ver cómo de los muñones brotaban dedos de un color sonrosado enfermizo, y al poco adquirían el color habitual de la carne que los rodeaba.
Con rapidez se echó atrás, asiendo con firmeza la escopeta, y volvió a cargarla con otros dos cartuchos. Fue entonces cuando oyó esos ruidos. Quedó dubitativo unos segundos, hasta que al fin dedujo que estaban arañando las paredes y el techo con las uñas. Era un sonido correoso, desagradable, y al poco le estaba volviendo loco.
—¡Callaos! ¡Callaos, criaturas del infierno, os digo!
Como respuesta llegaron unas risotadas infantiles que le pusieron los pelos de punta.
—¿Qué sois? ¡Por el amor del cielo, ¿qué sois?!
Stonewall Torrey era un inmigrante irlandés inculto, que siempre había estado trabajando los campos, incluso en su localidad natal. Nunca había oído hablar de vampiros ni otras criaturas de la noche. De algún modo sabía que aquellas cosas eran antinaturales, pero su mente prosaica y cristiana no lograba comprender qué podrían ser, pero sentía en su interior que eran peligrosos, muy peligrosos.
Los arañazos proseguían acompañados de cristalinas carcajadas. Ahora comenzaron a romper todos los cristales de la casa. Reventaban a su alrededor, uno a uno, siempre coreados por las risas de los niños monstruo. Luego, los arañazos sobre la madera de las batientes se hicieron más intensos, más desesperados. Parecía una manada de ratas furiosas.
—¡Nooo! ¡¡¡Noooooo!!! —gritó, tapándose las orejas—. ¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Las risas y los arañazos proseguían. Torrey comenzó a vagar por la estancia, con las manos a ambos lados de la cabeza, tropezando con los muebles, mientras soltaba gemidos sordos. Fuera, en la noche, los niños diabólicos seguían en su tarea de raspar la madera de la cabaña.
Al fin, desesperado, el granjero tomó la escopeta y abrió fuego contra una de las ventanas. La madera saltó por los aires, destrozada por el impacto, provocando un boquete del ancho… de un niño. Las risas aumentaron; se volvieron cantarinas, gozosas.
Y entonces empezaron a entrar por el boquete.
Torrey retrocedió, boqueando espasmódicamente, y soltó un nuevo disparo. La niña que había entrado en primer lugar, una beldad de rizados cabellos, retrocedió a causa del impacto e hizo caer a dos de sus compañeros con el impulso. Pero de inmediato la criatura se levantó. En el pecho tenía el vestido destrozado, pero por debajo de él se veía un orificio ensangrentado que comenzó a cerrarse a una velocidad increíble.
Los niños comenzaron a acercársele. Unos, a gatas; otros, en pie; todos, con una expresión pavorosa en los dulces rostros. Una risa cantarina brotó de la garganta de una de las niñas.
Torrey seguía retrocediendo, hasta que topó contra la mesa volcada. Los niños seguían aproximándose. Cayeron sobre él. El grito del hombre fue desgarrador. Los dientes de las criaturas se hundieron en el cuerpo del granjero.
Pronto, el silencio inundó la noche. El ruido de los animales en el granero cesó, y solo en la distancia se oía el sonido de las criaturas de la noche. La cabaña, triste, solitaria, quedó allí, mientras a varios cientos de metros, en el acceso de las tierras del difunto Stonewall Torrey, se divisaba un gran rótulo que daba la entrada a éstas:
WELCOME RANCH